Opinión
Un año de papel
Por Damián López
22/12/2022

El Bibliotecario» de Giuseppe Arcimboldo, 1566
Verba volant, scripta manent. La palabra (hablada) se vuela, la palabra (escrita) permanece. Así dice el refrán, y a primera vista parece cierto: la invención de la escritura le abrió la puerta a toda una nueva forma de legalidad, registro y burocracia. También le permitió al lenguaje trascender los límites de la corporalidad: donde el autor no puede viajar con su voz, va el libro; una vez que el autor abandona su forma física, queda el libro. Gracias a la escritura podemos, por ejemplo, tomar algún tipo de contacto con la obra de un autor que hace siglos que ha muerto, o al menos, lo que creemos que es la obra de un autor (vaya uno a saber qué queda después de los avatares del tiempo, las traducciones, las ediciones y la “selección natural” de la cultura). La escritura permanece, sí, aunque siempre estuvimos a un incendio de distancia de la desaparición.
El ecosistema actual de la escritura podría llegar a desterrar este milenaria verdad: la escritura permanece, sí, pero en el viraje hacia la digitalidad, los textos cohabitan en una vorágine interminable de acumulación que nos viene adormeciendo y acortando el interés desde que nos metimos en el siglo XXI. Producir, difundir y acceder a textos escritos (digitales, pero también físicos) es cada vez más fácil en términos mecánicos, aunque la lectura es un tema aparte. Y todo eso sin mencionar los algoritmos de extracción de datos y la fragilidad de la información digital (siempre estamos a un corte de luz, un hacker o un disco rígido quemado de la desaparición).
Pero volvamos a los libros. Este pequeño rodeo tiene, aunque no lo parezca, un sentido: llegamos a diciembre, el mes del calor insoportable y las juntadas apuradas, pero también de los balances. Y mientras muchos apuntan a sacar cuentas, porcentajes y cantidades, a mí, que soy editor, me interesaría reflexionar, aunque sea un ratito, no tanto sobre el panorama editorial en términos cuantitativos, sino sobre la precariedad que amenaza continuamente a los libros en muchos lugares, y en San Juan especialmente.
¿Qué se publicó? ¿Quién publicó? ¿Cuánto se publicó? ¿Qué se vendió más? ¿Quién ganó esa carrera que pareciera que nadie está jugando pero que todos están jugando? Preguntas más que válidas, no lo pongo en duda. Pero no dejo de pensar en algo, digamos, anterior…
¿Qué se publicó? ¿Quién publicó? ¿Cuánto se publicó? ¿Qué se vendió más? ¿Quién ganó esa carrera que pareciera que nadie está jugando pero que todos están jugando? Preguntas más que válidas, no lo pongo en duda. Pero no dejo de pensar en algo, digamos, anterior. Porque para cuantificar la actividad editorial y generar estadísticas que nos ayuden a construir políticas públicas cada vez más eficientes y amoldadas a las necesidades reales de los actores, necesitamos antes, mucho antes, reflexionar sobre cuáles son (siguiendo a Verón) las condiciones de producción y recepción para los libros en San Juan.
En esas condiciones, que abarcan tanto lo físico (las herramientas, los insumos, las ferias, las librerías) como lo simbólico (los saberes, el acceso a la información, la ideología que sustenta cada gesto), podemos encontrarle sentido a un panorama que, para algunos, es visible: en muchos casos, el libro sigue siendo un fetiche antes que un puente.
Pensemos, por un ratito, por afuera de lo literario. Muchos no lo saben, pero en 2019, entre gallos y medianoche, una resolución del Ministerio de Educación suspendió la valoración de publicaciones para todas las Juntas de todas las Ramas. Las argumentaciones más fuertes eran dos: la imposibilidad de rastrear posibles incursiones en plagio (lo que significa que detectaron alguno y se dieron cuenta de que pasaba) y la baja cantidad de ejemplares impresos, lo cual apunta a que los libros no están pensados realmente para la circulación.
¿Qué se puede observar a partir de este pequeño caso? Que publicar un libro no es tan difícil como parece, que hay gente especializada y dispuesta a satisfacer esta necesidad de publicación (o al menos de que haya una constancia de publicación) por una módica suma, claro. También que la publicación no es entendida como la posibilidad de socializar un conocimiento sino como un requerimiento en la escalada burocrática dentro del sistema educativo. No quiero decir que estoy de acuerdo con la medida, pero no deja de ser significativo que se haya tomado esa decisión, sobre todo cuando sabemos que decisiones como esa se toman una vez que ya es exageradamente evidente lo que está pasando.
El libro entonces, para autores y editores, es apenas el medio para un beneficio, económico en este caso: el editor cobra y el autor (o la autora) accede a un mayor puntaje que le permite acceder a un mejor trabajo.
Por supuesto que en la literatura casi nunca hay beneficio económico para quien escribe, pero la cosa no está tan lejos como parece. Desde que estoy involucrado en el ambiente literario/editorial, conozco gente que asume que el libro es una especie de “certificado de escritor”, algo a lo que se llega con una cierta cantidad de textos y una cierta cantidad de dinero (literalmente, he recibido mensajes diciendo “tengo x textos, los quiero publicar ¿cuánto me sale?”). El libro seduce, el nombre propio en la tapa de un libro seduce más todavía. Extraña paradoja: muchas veces en los ámbitos académicos se habla de la literatura como si existiera por sí misma y no se considera al libro un soporte que necesita ser estudiado en sí mismo, como un objeto histórico-político; al mismo tiempo, es a lo que muchos apuntan: escribir es publicar, ser escritor es tener libros publicados, o peor, al revés, tener libros publicados es ser escritor.
La socialización del arte en todas sus ramas es un elemento importante del proceso creativo, al punto de que muchas personas habitan exclusivamente ese espacio: productores, galeristas, editores, todos han puesto su atención en la “puesta en común”, convirtiéndola en un campo disciplinar. Sí, pese a lo que muchos creen todavía, ser editor es un oficio, editar es un saber construido históricamente y atravesado por los avatares de cada contexto. Es decir: no puede ser resumido a la labor automática de convertir un texto en un libro (una vez más: los libros no se escriben).
Reconozco que todo este rodeo supuestamente teórico tiene otra razón: hablar del ámbito editorial sanjuanino siendo un editor sanjuanino es jodido. En mi caso particular, me resulta difícil porque considero que estas “declaraciones” individuales podrían ser un punto de partida para alguna forma de expresión colectiva, pero al final, no lo son: no hay debate, no hay actores ni instituciones interesados en cruzar ideas, en generar espacios de formación e intercambio de saberes. Habrá asociaciones, sí, en el sentido de gente que trabaja junta, no lo dudo. Pero… qué sé yo… me quedo con la sensación de que ya estamos en condiciones de dar algunos otros pasos de madurez.
San Juan publica, y me siguen resonando algunas preguntas: ¿Qué hacemos con eso? ¿Cómo capitalizamos ese gusto por ver el nombre propio en letra impresa? (…) ¿Cómo construimos políticas públicas que permitan un cambio estructural y no solo una derivación de fondos?
Y tal vez esa haya sido la idea detrás del Programa de Fomento a la Edición, aunque, como he dicho muchas veces, por muy claras y optimistas que sean estas propuestas, terminan siendo aisladas, en la medida en la que no se construyen espacios: un Consejo Provincial del Libro, por ejemplo. Valoro el orden y claridad de la convocatoria, y especialmente la exigencia de antecedentes para los proyectos editoriales. Me sigue quedando la sospecha de que, si se contactara a gente más idónea involucrada en el proceso, se podría generar una dinámica más continua, más fluida, más capaz de ajustarse a las especificidades de cada proyecto (pero bueno, el tema de la idoneidad es un problema que atraviesa a todas las disciplinas).
Y pongo otro ejemplo: el Programa apunta, entre otros, a la literatura, literatura juvenil e historieta, tres géneros que, editorialmente, presentan desafíos completamente distintos. Sin embargo, los montos máximos asignados a cada proyecto, indistintamente de su género, es la misma. Una cifra con la que un editor de poesía podría editar más de un libro, pero que no alcanza para un libro álbum de literatura infantil (sobre todo cuando el costo por ejemplar se eleva considerablemente cuando la tirada es muy baja).
En fin. San Juan publica. Obras individuales y antologías pagadas por quienes escribieron los textos, libros académicos, libros autoeditados, libros artesanales, libros industriales, de editoriales autogestivas, editoriales institucionales y empresas de servicios editoriales. Habrá quien tome la decisión de leer, a conciencia, tratando de armar un mapa, y muchos más que decidan ignorar el acontecimiento, enfocándose más en quiénes rodean a ese objeto que en el libro en sí.
Pero también, al menos por lo que se ve, el libro sigue siendo, en parte, un fetiche ensimismado. San Juan publica, y me siguen resonando algunas preguntas: ¿Qué hacemos con eso? ¿Cómo capitalizamos ese gusto por ver el nombre propio en letra impresa? ¿Cómo generamos un espacio de debate que compita con el relativismo, con el resentimiento personalista, con la indiferencia? ¿Cómo construimos políticas públicas que permitan un cambio estructural y no solo una derivación de fondos? Mientras tanto, Scripta Volant. La palabra escrita también se desvanece.