Opinión
Mientras miro las nuevas olas
Por Damián López

Quino
Si uno se pusiera excesivamente filosófico, podría decir que la cultura es un proceso de sedimentación: un sector de la sociedad siente que las estructuras y convenciones instaladas no lo representa plenamente, entonces intenta tomar una norma y modificarla significativamente (ni mucho ni poco, con un sentido) o revertirla, o expandirla. Muchas de esas nuevas expresiones son legitimadas por el propio comportamiento colectivo y, con el paso del tiempo, pasan a formar parte de eso que a veces llamamos “status quo” y se convierten en aquello contra lo que otro grupo reaccionará, o no, en algún otro momento de la historia.
Lo que suele caracterizar este tipo de situaciones (lo digo amargamente) es que todo suele reducirse a una puja de poderes: el que aguanta gana. No suele haber mucha voluntad de consenso, y casi todas las personas involucradas llegan a la discusión con su punto de vista ya fraguado, no esperando ningún tipo de permeabilidad en las otras, mucho menos en sí mismas. El “calibre” de las acciones/reacciones suele medirse por el grado de opresión de los oprimidos. Diría que también puede medirse por el nivel de indignación de los opresores, pero es cierto que nadie está dispuesto a renunciar a un centímetro de su hegemonía, así que la escandalización siempre suele ser exagerada.
Esto es válido tanto para la las grandes luchas sociales de nuestra era, desde la segregación racial hasta la ESI, como para los grandes movimientos que han estructurado las expresiones artísticas del ser humano (que es lo que debería ocuparse una columna de cultura, supongo).
¿Legislar? ¿Y legislar cómo? ¿O legislar para qué?
En la medida en la que los procesos sociopolíticos se complejizan, también se complejiza esta dinámica, integrando otras variables fundamentales.
Una de esas variables sería la “participación” de los sectores económicos que apoyan o se oponen al cambio cultural (sosteniendo organizaciones, financiando proyectos u orientando la opinión pública a través de los medios). Sabemos que cuando un grupo grande de personas se manifiesta en favor de algo, detrás suele haber una corporación que ha digitado todo desde las sombras, o está esperando con la boca rebalsando de baba para volverlo mainstream y juntarla en pala, siempre y cuando eso que se propone sea superficial e inofensivo.
Otra variable es el rol que el Estado decide ocupar frente a las nuevas expresiones de la cultura (y de los grupos humanos que las impulsan): ¿ignorarlas? ¿minimizarlas? ¿condenarlas a la marginalidad? ¿perseguirlas en sus intentos de autogestionarse? ¿Impedir su desarrollo independiente (trabando habilitaciones, generando impuestos, aforos, autorizaciones, burocracia y más burocracia)? ¿Legislar? ¿Y legislar cómo? ¿O legislar para qué? Corresponde que, si un sector político accede por vías democráticas al poder, ejerza el derecho de propagar su agenda y sus intereses, pero sin olvidar que la función pública se ejerce alcanzando a todos con el apoyo de algunos. Todo esto si creemos que la democracia, tal y como está planteada, funciona. Estaría bueno, entonces, que legislar sea construir políticas que garanticen a todos el derecho a una forma de expresión/comunicación en la que se sientan incluidos, y que los límites de esos derechos estén determinados por la agresión a otros derechos, y no necesariamente por lo que dictaminan la RAE, la Sociedad de Amigos del Arte o cualquier otra de esas instituciones que también tienen su agenda y sus intereses, disfrazados de “buen gusto”.
Las aulas son (o deberían ser) espacios para la experimentación y el análisis, para intentar entender un fenómeno antes de prohibirlo o declararlo innecesario, peligroso, subversivo, catastrófico, apocalíptico.
También es muy importante (aunque sigamos en la órbita del accionar del Estado) la inserción de esas nuevas formas de expresión artística/cultural en los ámbitos educativos. Las aulas son (o deberían ser) espacios para la experimentación y el análisis, para intentar entender un fenómeno antes de prohibirlo o declararlo innecesario, peligroso, subversivo, catastrófico, apocalíptico. Hay una zona muy frágil entre aceptar cualquier aspecto de la realidad e insertarlo en los ámbitos educativos y esa suerte de negacionismo que muchos sostienen con sus prácticas: si no se lo enseña en la escuela, no existe. En una época donde el control en el acceso a la cultura es casi imposible, la educación no debería decir que está “bien” y que está “mal”, sino más bien proporcionar las herramientas que le permitan a cada sujeto detectar, sobre todo, cual es la ideología que se transmite en cada producto cultural que consumimos, desde una canción de reguetón hasta una banana encintada en la pared de un museo.
Finalmente (y sólo por darle un corte a la lista) convendría analizar las condiciones socioeconómicas que permiten a una persona comprender, disfrutar, aprehender, nuevas expresiones culturales. Esto es, sin lugar a dudas, una espada de doble filo. No se puede asociar directamente una cierta condición a un cierto gusto, y por eso tampoco se puede suponer que, cambiando las condiciones, cambiarán los gustos, o que si algo no te gusta es exclusivamente porque no estás socioeconómicamente capacitado para entenderlo (argumento snob si los hay). La cuestión, como siempre y como en todo, es garantizar los recursos intelectuales que nos permitan ejercer una libertad informada, consciente hasta de sus propias contradicciones (a las cuales también tenemos derecho).
Al fin y al cabo, las expresiones artísticas/culturales siempre encuentran su manera de salir a la luz, de encontrarse con la gente que las necesita para sentirse más plena. Y en contra de lo que plantea el statu quo, no siempre es vandalismo, destrucción de la sagrada propiedad privada. Por muy amenazante que parezca el estado de tensión permanente que nos impone la cultura, es necesario. Muy necesario. Cuestionarse las propias prácticas, aunque sea para reconocerlas como válidas y continuarlas. Mantener el diálogo permanentemente abierto. Reconocer en el otro a un par que puede tener puntos de disenso con nosotros, pero también puntos de contacto. Reconocer la riqueza que sostiene a muchas de las nuevas expresiones culturales, nacidas del rechazo o de ese sentimiento de insuficiencia con el que nos deja “lo que hay”. Reconocer la “mano invisible” que intenta imponerlas también, a costa muchas veces de la diversidad y el pensamiento crítico. Reconocer que para construir la diversidad y dejar que la cultura encuentre su cauce son necesarios el respeto y la vigilancia, la inconformidad y el contento, la reflexión y la imaginación. Y nunca hacerle el caldo gordo a nadie.
La cuestión, como siempre y como en todo, es garantizar los recursos intelectuales que nos permitan ejercer una libertad informada, consciente hasta de sus propias contradicciones (a las cuales también tenemos derecho).