Opinión

Ese artefacto maravilloso

Por Damián López

Día del Libro

“Un objeto perfecto”: así lo llamó Umberto Eco. Y con su natural ingenio lo colocó en la misma categoría que otros mucho más cruciales, pero a la vez más pedestres, algunos de ellos casi irremediables. Recién ahora, cuando lo leo en voz alta, puedo comprender la profundidad de su homenaje.

El libro es, sin lugar a dudas, uno de los protagonistas de nuestra existencia. Tal vez hoy, en un mundo cada día más gobernado por lo digital, parezca una exageración. Pero si consideramos los últimos dos mil años (algunos años más que los que lleva la revolución tecnológica que atravesamos) veremos que esa pila de papeles encuadernados nos ha afectado el pensamiento para siempre, no solo por las cosas que nos permitió registrar, compartir y aprender, sino por su forma misma , por su lógica.

Eso, si lo pensamos desde un punto de vista filosófico, o técnico, o abiertamente ñoño. Ahora, ¿si pensamos en nosotros mismos? ¿Qué rol ha tenido el libro en cada una de nuestras vidas? ¿Rectángulos pesados que llevamos obligados a la escuela y que ningún año leímos enteros? ¿Columnitas de muchos colores en una estantería de la casa de la abuela, con palabras que teníamos que torcer la cabeza para leer? ¿Viajes de ida hacia mundos fantásticos, llenos de aventuras, donde los buenos son buenos, los malos son malos y la muerte no mancha ni tiene mal olor? ¿Una colección de imágenes, una presencia en la mesa de luz, algo para sostener en las manos y sentirnos importantes, o mirar en nuestras bibliotecas con un curioso sentido de paz? ¿Una ilegalidad enterrada en el fondo de la casa, una llamarada estéril en la oscura noche de los autoritarismos?

Todo eso. Todo eso y vaya uno a saber cuánto más. Porque el libro, a diferencia de un tenedor o una rueda o un martillo, es muchas cosas al mismo tiempo, y probablemente lo sea durante muchos siglos más, mucho después de que nos cansemos de preguntar si un libro, hoy, sigue siendo necesario.

No me animaría a decir que todos tenemos un libro del que nos hemos enamorado, porque eso implica suponer algunos privilegios. Tampoco tengo por qué suponer que todos los que han tenido un libro en sus manos se han enamorado perdidamente y no han abandonado el hábito de la lectura por el resto de sus vidas. Lo que sí puedo decir es que, para haber sobrevivido tanto tiempo, para seguir siendo algo en lo que vale la pena invertir, algo que puede provocar grandes movimientos sociales, reunir a la familia, generar fetichismos severos… algo debe tener. Tal vez sea esa sustancia que Facebook de vez en cuando me dice que tienen los libros, tal vez sea otra cosa. Tal vez sea una confluencia de pequeñas casualidades, que todas amontonadas se han convertido en esta presencia determinante de quiénes somos.

 

Un libro puede ser observado y entendido de muchas maneras. Yo, a veces, prefiero simplificar y asumir su carácter mágico, porque a veces no hay otra forma de explicar cómo un objeto puede incluirte, apenas con tocarlo, en un devenir histórico que incluye filósofos, orfebres, mercaderes, cristianos perseguidos, monjes, jóvenes activistas, profesores universitarios y pequeños editores independientes.

Comparto algunas de las que se me ocurren:

Antes que nada, el libro es una materialidad: una cosa que se mueve, que tiene un peso y varias texturas, que se puede hinchar si le echás un café encima, que te puede perforar la esquina de una mochila, que te puede cortar los dedos y dejar un buen chichón en la nariz si se te cae en la cara cuando leés en la cama y te vas durmiendo. Y esto no es un detalle menor: la experiencia de lectura está íntimamente relacionada con el soporte en el cual estamos leyendo. ¿Cómo reacciona un alumno cuando descubre que el manual de la materia que odia es un ladrillo de 450 páginas, blanco y negro, sin fotos? ¿Con qué mezcla de ansiedad y placer abre el último tomo de Game of Thrones, sabiendo que le quedan 1200 páginas de aventuras por delante, pero que después de esas no habrá otras? ¿Cuánta fascinación nos cabía en el cuerpo a los que tuvimos, siendo niños, el privilegio de abrir y explorar un libro pop-up?

El libro está hecho de materia, ocupa un espacio. Por eso es, también, una presencia: el libro no se va cuando no le prestamos atención, ni siquiera nos exige ser leído para afirmar su existencia. Es más, a los fetichistas acumuladores de libros como yo (que sé que no soy el único) una sola mirada a una biblioteca bien provista nos puede generar una profunda sensación de paz.

También hay otras historias menos felices: Mempo Giardinelli relató emotivamente lo difícil que es quemar un libro (cosa que él tuvo que hacer obligado) y muchas familias tuvieron que mirar, durante muchos años, hacia el fondo de sus casas, no solo admirando la belleza de las plantas, sino intuyendo la respiración paciente de cientos de libros enterrados para la seguridad de muchos seres queridos.

Un libro puede ser observado y entendido de muchas maneras. Yo, a veces, prefiero simplificar y asumir su carácter mágico, porque a veces no hay otra forma de explicar cómo un objeto puede incluirte, apenas con tocarlo, en un devenir histórico que incluye filósofos, orfebres, mercaderes, cristianos perseguidos, monjes, jóvenes activistas, profesores universitarios y pequeños editores independientes.

Tampoco es muy fácil de entender cómo hizo un artefacto para atravesar 15 siglos sin cambiar demasiado, cumpliendo más o menos la misma función, sin necesitar la intervención de ninguna tecnología más que para reproducirlo de manera más rápida, con materiales más económicos y maquinarias más accesibles.

Recién ahora, seis mil años después de inventar la escritura (que no es algo natural, sino simbólico) el hombre puede registrar y reproducir algo que trae en su anatomía desde que es como es: su voz. Durante todo este tiempo, el libro y la palabra escrita han sido los principales motores de la imaginación y el conocimiento. ¿Lo seguirán siendo? Probablemente sí, al menos mientras sigamos moviéndonos sobre ruedas, golpeando con martillos, comiendo con cucharas y cortando con tijeras.

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