Opinión

A algunos otros no les va a gustar

Por Damián López

Foto: Raúl Caliva

Saccomanno

El discurso de Guillermo Saccomano que dio apertura a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires provocó, como suele suceder en nuestro país, acólitos y detractores que con la misma vehemencia se volcaron a contradecirlo o avalarlo. Pensaba decir “bueno, cada uno tiene derecho a su opinión”, pero ya no confío en esa frase, ni en el derecho a opinar por opinar, ni la idea de que una “opinión propia es propia”.

Reconozco que como escritor y editor, y como persona preocupada por la cultura en general, las palabras de este discurso me hablaron: tocaron muchos lugares en los que todo editor y escritor se encuentra, de alguna forma u otra, en tensión y reflexión permanentes. Por esa misma razón, es esperable que poco (o nada) de lo que dijo me haya generado sorpresa (ni a muchos de los que estamos en esto). Esto no quiere decir que lo que dijo no tiene ningún valor, ni mucho menos, pero como todo lo que se refiere a cuestiones culturales, la cosa suele ser un poco más compleja y requerir un debate un poco más profundo.

El primer valor que se le atribuyó al discurso fue el lugar en el que se dijo: Sacomanno se plantó en La Rural a cuestionar el rol de La Rural en la FILBA, que básicamente es el de cobrar un alquiler astronómico básicamente por tener un espacio apropiado para el desarrollo de la Feria (y apropiado hasta por ahí nomás, porque obliga a la sectorización, separa considerablemente a las provincias del resto de los feriantes, no tiene salas adyacentes donde se pueda hacer una presentación sin escuchar el tumulto exterior, y un largo etcétera). El discurso hizo un considerable hincapié en el prontuario de La Rural, aunque para completar el argumento bien podría haber mencionado otros espacios (con menos implicancias sociopolíticas) que puedan acomodar un evento de semejante envergadura, como el predio de Tecnópolis, por ejemplo.

Otro aspecto que dividió las aguas fue el hecho de que Saccomano cobró por dar su discurso. Y no solo eso: fue el primero en cobrar en los 46 años que lleva la Feria. Mientras que la postura “oficial” fue que el prestigio de ocupar el lugar de orador inaugural debería ser pago suficiente (como aparentemente lo fue hasta ahora), muchos escritores celebraron el cobro como un avance hacia la visibilización de la escritura como un trabajo. También hubo quienes consideraron irresponsable recibir dinero de la Fundación El Libro para utilizar el espacio para echar una sombra sobre la organización y otra cuestiones.La Fundación no permaneció en silencio: capitalizó las palabras del invitado como una muestra de la diversidad de oradores (Vargas Llosa estuvo presentando el libro de Alejandro Roemmers) y de pensamientos que conviven en la Feria.

Seguramente, el pago de 250 mil pesos a un escritor no debe haber afectado el éxito financiero de la FILBA, tanto como el alquiler pagado a La Rural no debe haber disminuido su valor porque vino de la mano de algunas críticas. Si los números cierran, que algo cambie para no cambiar jamás ¿no? Algo así pensaron muchos, que declararon que no tenía ningún sentido plantear esos temas en ese lugar, después de haber recibido un pago, o incluso que era ofensivo utilizar ese espacio para un mensaje “ideológico” (como si algún mensaje no lo fuera).

Mientras tanto, otros aplaudieron el gesto, diciendo que si tenía algún sentido decir lo que se dijo, era porque se dijo ahí. En lo personal, valoro la ética de no doblegarse ante la autocensura (no creo que la Fundación El Libro le haya pasado un temario aprobado) y de ser honesto, aunque esto segundo lo tomo con pinzas, no porque crea que Saccomano es un mentiroso, pero sí porque muchas partes de su discurso pecan, a mi entender, de contradictorias, o al menos demasiado inocentes.

¿No está ya bastante establecido (y con un suculento marco teórico) que la cultura y el mercado no son excluyentes, que a pesar de los obscenos ejemplos que podamos sacar del mercado de las artes plásticas, la cultura necesita del mercado para sustentarse, y que puede moverse en él, utilizando sus herramientas, sin renunciar a su propia identidad?

El nudo del discurso, el momento más reverenciado, fue la referencia al oligopolio del papel: que son dos empresas, que son dos familias, que los precios, que la crisis, que los desafíos para pequeñas y medianas editoriales, que las alternativas, y más, más, más.

Lo cierto es que desde muchos lugares se viene denunciando el desafío que significa imprimir libros en Argentina, no solo venderlos y sostener las impresiones siguientes: los precios nunca han dejado de subir; la exención del IVA se aplica solamente al PVP (Precio de Venta al Público) del libro y no a la industria que lo produce; las compañías imprenteras con precios verdaderamente competitivos están principalmente localizadas en Buenos Aires, donde las usan en igual medida las editoriales del interior, porque las grandes corporaciones imprimen en China, o en barcazas-imprenta de bandera China en aguas internacionales; no tenemos una Ley del Libro, y la que se está debatiendo declara como “libro argentino” a todo aquel libro con ISBN argentino, sin importar dónde se lo imprima, se lo traduzca o se lo diseñe; el trámite de número de ISBN, que es una exigencia para la comercialización del libro, está en manos de una asociación privada y su costo es único: no importa si sos una corporación que tira 50 mil ejemplares por título o una editorial de poesía que imprime 100; los envíos siguen siendo proporcionalmente carísimos; los porcentajes para librería y distribución, muy altos como para que muchos de nosotros le veamos un beneficio.

¿De dónde vendrían las ganancias de la cultura, necesarias para pagarle al “actor principal del libro”, sino del mercado? ¿O será que cuesta aceptar que, tal vez, si nos permitimos darle lugar a la discusión, el “apenas 10%” no es tan “apenas” cuando se considera la complejidad de la cadena productiva del libro? ¿No es una problemática de mercado la falta de papel?

En fin: no dijo nada que muchos otros no estén diciendo desde hace bastante, y aunque seguramente su figura, la plataforma a la que tiene acceso y el barullo que se generó nos permitan seguir sosteniendo un reclamo de suma importancia, también es cierto que hay una serie de contradicciones que le hacen un flaco favor a la mirada del campo editorial como un fenómeno heterogéneo, complejo y mucho más regulado por normas económicas que por cuestiones artísticas.

Primero que nada, la mención a los editores, a los que metió todos juntos en una misma bolsa. Ya sé que es casi seguro que no haya estado hablando de los pequeños editores, a los que “defendió” cuando habló de costos, pero bueno, si estamos celebrando que dijo algunas cosas que sabíamos todos en un lugar en el que nadie las dijo antes, esto también entraba en la misma categoría: los editores no son todos iguales, hay diferenciales fundamentales, especialmente los que dirigen, diseñan y construyen un catálogo a costa de su propia estabilidad económica y los que trabajan para una corporación en la que tienen un rango de decisión casi nulo, que son los editores con los que probablemente interactúa más frecuentemente Saccomano, con quienes está en una relación “siempre desigual”, a quienes los escritores “prácticamente dejan su sangre».

Y en esta imagen hago un alto, porque creo que es una buena punta de ovillo para entrar, al menos brevemente, en una discusión sumamente compleja. Durante muchos años, desde diferentes frentes, asociaciones y esfuerzos individuales, se viene ejerciendo una demanda muy puntual, el planteo de una consigna clara que tiene ramificaciones no tan claras: la escritura es un trabajo. Y como tal, debería ser remunerado, escalafonado, nomenclado, rotulado. También, opinarían algunos, debería ser liberado de los plazos excesivos en cuanto a derechos de autor se refiere (toda la vida + 70 años post mortem). Todas ideas, al fin y al cabo, que poco tienen que ver con el dejo de romanticismo que carga la idea de “dejar la sangre”, que, por otra parte, puede considerarse ofensiva para quienes literalmente dejan la sangre en fábricas y plantaciones.

Curiosamente, en un mismo discurso se celebra el cobro por un discurso, se pone en valor el trabajo de la escritura (mientras en la misma jugada se coloca a todo editor en el rol del villano) y se plantea un concepto bastante superado ya por las teorías de la cultura:

“Decir Feria implica decir comercio. Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar.”

¿No es acaso entender la cultura como comercio cobrar por un servicio prestado, digamos, un discurso inaugural en una Feria? ¿No está ya bastante establecido (y con un suculento marco teórico) que la cultura y el mercado no son excluyentes, que a pesar de los obscenos ejemplos que podamos sacar del mercado de las artes plásticas, la cultura necesita del mercado para sustentarse, y que puede moverse en él, utilizando sus herramientas, sin renunciar a su propia identidad? ¿No tenemos acaso, un Mercado de Industrias Culturales, que apunta a visibilizar todos los desafíos y potencialidades económicas de invertir en cultura? ¿De dónde vendrían las ganancias de la cultura, necesarias para pagarle al “actor principal del libro”, sino del mercado? ¿O será que cuesta aceptar que, tal vez, si nos permitimos darle lugar a la discusión, el “apenas 10%” no es tan “apenas” cuando se considera la complejidad de la cadena productiva del libro? ¿No es una problemática de mercado la falta de papel?

Quedan muchas preguntas, muchas más de las que entran en una columna como esta.
Ojalá siempre conservemos el derecho a hacernos preguntas.

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